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Me adentro en cavilaciones, como el explorador en terra ignota, con un dardo marxista bien afilado que bien pudiera haber atajado la sombría historia tardo capitalista que en su relación con la tecnología venimos viviendo durante las últimas décadas; a saber: “La naturaleza no construye máquinas, ni locomotoras, ni ferrocarriles, ni telégrafos eléctricos. Son éstos, productos de la industria humana: material natural, transformado en órganos de la voluntad humana sobre la naturaleza o de su actuación en la naturaleza. Son órganos del cerebro humano creados por la mano humana; fuerza objetivada del conocimiento.
Delegar en la tecnología para sustituir la fuerza laboral humana y/o animal es algo hoy indiscutible; el trabajo, al menos el manual, (incluso el de los artistas) tal y como lo conocemos aquí y ahora, en la versión más ferozmente neoliberal que la caída del muro de Berlín vino a acentuar, está condenado a desaparecer.
Efectivamente, en la obra de Urtzi Ibargüen no hay acción antrópica física-manual, utiliza el ordenador de forma irónica como un espejo que refleja aquello en lo que nos hemos convertido a lo largo de todos estos siglos de proyecto humanístico: datos. Eso es; no más que referentes simbólicos de nuestra apariencia que el artista utiliza a modo de cimientos para construir otra identidad que se adapte a los paradigmas de una nueva etapa histórica caracterizada por una brutal transformación tecno-económica y una conceptualización de la sociedad en sí misma como una red uniforme y no como un conjunto heterogéneo de subjetividades.
Es, en definitiva, la obra de Urtzi un producto de radical imaginación socio-política y una llamada a inventar el futuro antes de que se nos implante.
Son piezas pequeñas que bien dispuestas puedan erigir catedrales orientadas a las utopías civilizatorias de la modernidad, que proclamen un tiempo por venir común y sin dioses, un “sindios” constructivo como consumación de un pueblo redimido primero, liberado después y reivindicado ahora.
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